Q – No salvar nada. No salvar ningún gobierno, ningún uniforme, ninguna ideología.

 

No salvar nada. No salvar ningún gobierno, ningún uniforme, ninguna ideología.

    No salvar al intelectualismo idiota de la academia, no salvar el pueblo-policía y su “buenismo” saboteador, no salvar las tecnologías fantasmáticas que exigen que nos conectemos a su interfaz a cambio de desconectarnos de todo lo que nos rodea e importa, desde el aire que respiramos hasta las amistades que podríamos hacer más fuertes; no salvar la cultura de la droga ni la fatiga existencial que nos hace dislocarnos en las situaciones concretas en las que nos hallamos, negando de golpe, como narcisos y narcisas, los vínculos y los amores que de una u otra manera hemos construido; no salvar, tampoco, el machismo light y sus paternalismos condescendientes. No salvar nada…

    No salvar un orden doméstico más suave, que de una u otra forma vuelve sobre la familia como modelo de vida común, no salvar el amor romántico a pequeñas dosis, no salvar el sobretrabajo en el que tenemos el dudoso privilegio de un salario o del título de “usuario”, no salvar los no-lugares de paso que se nos ofrecen como el escenario hiperreal de nuestra existencia, no salvar a los automóviles ni a sus ciudades cortocircuitadas, no salvar el consumo de la industria cárnica ni el de los productos capitalistas verdes, no salvar la sensibilidad del felicismo ni el pseudorealismo que dan todo por sentado y mantienen el eslogan de que “las cosas son así”, incluyendo, claro está, a la “salud”, que actualmente se nos presenta como una mera extensión de la vida biológica en la que, por añadidura, nos encontramos con una crisis espiritual sin fin a la cual gestionar de forma separada.

    No salvar nada. No salvar las políticas de la emergencia que ritualizan el golpe de culata del poder constituyente, el retorno al centro de la Ley; no salvar el anarquismo individualista que pretende salirse de los dispositivos de control y vigilancia al reproducir todas las formas de las relaciones de propiedad –la lógica de “mi casa”, “mi negocio”, “mis experiencias”– y resistirse sistemáticamente a tejer complicidad alguna para el escape común; no salvar a las vanguardias ni su culto a la Cabeza, el profeta o al gran líder revolucionario; no salvar los instructivos fascistoides que pretenden tener todas las fórmulas y todas las recetas para la utopía definitiva, y no salvar, mucho menos, el culto a los nervios duros, sin oxígeno, ni a sus imágenes asépticas.

    No salvar, literalmente, nada, pero justamente para estar aquí, para estar más presentes en este lugar, en esta geografía y en sus cartografías más íntimas, más comunes, no en otra parte, no en el sobrevuelo de una deuda metafísica con un mundo simulado, en el que uno, por regla general, sale mistificado como Sujeto. No salvar nada, en suma, para encontrarnos, para hablar verdaderamente, para darnos forma desde el cultivo de nuestros gestos y situarnos en el umbral de los acontecimientos, en la danza que nos hace devenir-juntos en lugar de recluirnos en una serie de máscaras acartonadas.

     Hay que decir que buscar deshacerse del lastre ruinoso de la historia de los vencedores, de todos sus monumentos, jamás se ha tratado de un abandono de las localidades concretas ni tampoco de hacer de jueces, reduciendo todo a un problema moral, como si hacen los activistas y otros miembros de la politiquerilla contemporánea; se trata, simplemente, de no salvaguardar aquello que mantiene esta civilización, de no darle cuerpo a las alucinaciones de los poderes fácticos, ya sea el Estado, la Justicia, la Democracia o el Hombre. En el éxodo no hay, de hecho, una renuncia totalizante, una especie de protocolo del desencuentro; ésa, más bien, es la tarea del Imperio: que no pase nada, ni aquí ni al otro lado del planeta. En el escape del Leviatán, muy por el contrario, hay un entendimiento de que no hay nada que agregar a las cosas, que no es posible darles una substancia tal que les defina de una vez por todas para que podamos acceder a ellas y controlarlas (el sueño capitalista del desnudamiento general). En definitiva, la vida de todas las singularidades es irreductible y no puede alcanzar una forma de completitud que le excluya del mundo, pues todo es mundo y hace mundo, está adentro de un agenciamiento, de una constelación afectiva que atraviesa varias dimensiones de la inmanencia. Nosotros mismos, al fin y al cabo, somos una línea de brujería, una mixtura de animales, vegetales,  microorganismos, etcétera. No somos completudes egóticas y, si hay algo así como un alma, ésta se compone de vidas menores, es un almería, un metempsicoseo que claramente tiene una forma particular de ritmar su presencia, su propio despliegue sensible, en lo absoluto atado a las disposiciones caprichosas de una sola imagen identitaria, de una definición tautológica del tipo A es igual a A.

     Partimos de allí, nos segundeamos para defender otras formas de vida lejos de la policía. Tenemos la fuerza para cuidarnos entre nosotros, para comunizar varios sentires, varios usos, para hallar, una y otra vez, en muchas ocasiones desde el principio, el elemento fuguero –la risa, el guiño, la aventura que da en el clavo– y echar a la Mentira contras las cuerdas. No buscar recuperar nada, devolverlo a su “antigua gloria”, signifique lo que eso signifique se trata, finalmente, de agenciar una lucidez colectiva que nos haga tomar partido en contra de la Muerte reinante, va de cultivar una inteligencia de la situación, una forma de sentir, olfatear, palpar, escuchar, ver lo que está en juego y puede desviarse.

    Por lo demás, no somos inocentes. Sabemos que, de alguna manera, todo está por hacerse: la lengua que habitaremos, la casa en la que no viviremos solos, la educación sentimental en la que amaremos de nuevo, la memoria de los antepasados que nos hará más libres, pero también sabemos que en realidad eso siempre está por hacerse y que, de una u otra manera, nos las arreglaremos; eso es lo que nos convierte en una banda. Partimos de allí, no de las ruinas de los amos. No queremos salvar ninguna de sus naves. Por fuera de todo purismo, queremos lo más sencillo: quemarlo todo…