El caso Ban(K)sy

La obra que Banksy “destrozó” no se vio afectada en su corazón metafísico, que es, evidentemente, mercantil; como tal, sólo mutó a una forma “más original”, y eso significa que su valor aumentará exponencialmente en los próximos días. – El cuadro en cuestión se transformó en perfomance, una suerte de action paiting que involucra el uso de tecnologías de distanciamiento y la idea romántica de la resistencia artística, cosa que, lo sabemos, no existe, pero vende tremendamente bien.

            Como siempre, el arte se autoparodia, hace de bufón, pero sin superarse en lo más mínimo ni decir cosas que realmente no sepa ya todo el mundo y, de hecho, se digieran mejor gracias a los alcoholes de los estetas, por más que se sostenga vehementemente lo contrario.

¡Qué malos deseos son esos de salvar todo en sus peores formas! En todas partes escucho el mismo grito obtuso: “¡Salvemos la cultura!” “¡Salvemos el cine!” “¡Salvemos A, B y D!” Por todas partes, la misma perorata. Me consta que, incluso,  hay idiotas doblemente idiotas que, creyendo de cabo a rabo en la doctrina leviatánica, piensan que hay que salvar a la mismísima policía.  “La sociedad caería en la anarquía absoluta si no tuviéramos policías. Para mí, son un mal necesario”, afirman confianzudos, mostrando, así, su propia incapacidad para vivir.

En definitiva, estamos ante la más grande manía de los Bloomsalvar algo, lo que sea, aunque eso les conduzca a un callejón sin salida, no a una determinada inteligencia de su potencia.

En este caso en particular, el de Banksy, el grito de salvamento tiene un trasfondo en el que conviene sutilizar, ya que no sólo se trata de guarecer al arte del pathos autodestructivo de nuestra época. Se trata, también, de mantener la consciencia bien limpia, lo más limpia que se pueda, ¡caray!, para hacer gala de pulcritud. ¡Y qué mejor si se puede ganar algo de dinero con ello! Aquí, nuevamente está la lógica de que entre tal y tal mal, el menor. Pero alimentar al peregrino ultramodernísimo del Espectáculo, el turista existencial, no es el menor de los males, ¿o sí? Para nada. Jamás lo será. Y semejante lógica es un mierda derrotista. Un síntoma de desarme antes que otra cosa. Por ello, conviene que tengamos esto en mente para futuras pseudoradicalidades museísticas:

No es posible decir “arte político” sin repetir, cual loro, ese dogma ajado de “el arte por el arte”, consigna en lo absoluto donosa e inútil, como se quisiera, dado que funge, en tanto que operación, como una medida de especulación entre las monedas vivas del nicho de rebeldes favorito del Imperio; es decir, el arte pequeñoburgués, el ejemplo perfecto de lo que los situacionistas llamaban “supervivencia aumentada”.

(La obra es, finalmente, lo eternamente destruible, aquello que puede hacerse ruina incesantemente.  –No es el hombre, como suele pensarse, pues éste sí tiene una forma. Por eso, el Angelus Novus de Benjamin no es un artista… En este sentido, la obra de arte política es, en su no mundo-objetual, la pasividad burocrática de la acumulación de documentos de barbarie a modo de “consciencia”,  un traje, como diría Carlyle, o, sencillamente, “información”).

Por otro lado, la parodia real, aquella que no sólo produce revelaciones sino una justa risa,  pasa factura a Banksy en un escrito anónimo recientemente publicado en La Haine que lleva por título Los acéfalos disque acéfalos S.A de C.V., en donde las vanguardias artísticas y sus múltiples hijos bastardos, todos ellos atacados con la imagen de una “masa cancerígena tan incontenible como la diarrea”, son representados, humorísticamente,  como personajes de la novela caballeresca.

 Banksy, aquí, se perfila, simplemente, como un aspirante a escudero de Dadá, un trol de tres cabezas que, ennoblecido por un brujo negro, vive de sus “obras de zozobra” con su fiel espada enmierdradora , un destapacaños hermoseado como un instrument d’acculturation que, cabe decir, no lleva en su cinturón, sino en un agujero del embudo que usa a guisa de sombrero. (El guiño “originalísimo” es a Jarry. *Aplausos*). Como podríamos adivinar, Banksy, al ser rechazado una y otra vez por su amo, da un salto de la novela  de caballería, sumamente aburrida para su “gusto transgresor”, al mundo del cómic, y se presenta bajo la imagen de un encapotado cuyo único cometido superheroico es hacer rayas para visibilizar su invisibilidad y, de esa manera, complacer su vanidad apenas disimulada. “¿!En dónde está mi corona¡? ¿¡En dónde, Basquiat?! ¡¡¡Perro sarnoso!!! ¡¡¡No me dejaste salvar tus derechos!!! ¡¡¡Yo me quedaré con tu corona!!!”, le hacen decir al pobre mientras caga, literalmente, un grafitti “más o menos irónico” en “un muro más o menos irónico”. –El ano de “Ban(k)sy” es un “equipamiento en aerosol”–. ¡Qué cruz la de la firma! Banksy queda reducido al puro nombre, al puro título, pero se lo merece.  Lo suyo es el cop art.

Nosotros, claro está, nos unimos en una risa harto tonificante, una risa  fourierista –o sea, anticivilizatoria–, al parodista de La Haine. Estamos hartos de caricaturas como Banksy.